Conocí el Volcán Etna del que tanto me hablaba la abuela Nucha cuando era chica. Seguramente ella lo escuchó nombrar mucho por sus padres, dos sicilianos que emigraron a Argentina en la época de hambruna italiana y se pasaron la vida añorando volver a la tierra donde habían nacido, a la que jamás regresaron.
La abuela Nucha se llama en realidad Enna. Siempre decía que había un volcán famoso en Sicilia que tenía el mismo nombre que ella. Así le hacía honor a su sangre italiana. Todos sabíamos que el Volcán se llamaba Etna y no Enna, pero no le decíamos nada. Lo que no sabe la abuela es que no tenía que mentir con la historia del volcán porque en el medio de la isla más grande del mediterráneo hay un pueblo en lo alto de una montaña llamado Enna. Me hubiera gustado que la abuela conozca Sicilia. Pero agradesco por lo menos haber ido y poder contárselo.

El día que decidimos visitar el volcán tomamos la ruta menos turística, recomendada por Pancrazio, el siciliano que nos hospedaba en su bed & breakfast Invito al Vaggio (por cierto, ¡muy recomendable hospedarse allí!). Sabíamos que en determinado momento íbmos a tener que frenar ya que hay una zona que sólo se puede acceder en 4×4 o “a piedi”. No íbamos a pagar la excursión porque excedía nuestro presupuesto viajero. Pero nos quedamos con las ganas de llegar más cerca del cráter, por donde algunas veces sale lava. Ese líquido espeso, que avanza lentamente a paso de tortuga, pero que va comiendo y desintegrando todo a su paso. Cuántas preguntas surgen al estar cerca de un volcán. ¿Qué hay en el centro de la Tierra? ¿Fuego, metal compactado, vacío?
El camino hacia el volcán era a través de una entrada muy sinuosa. Eses bien pronunciadas, profundas, curvadas, que acentuaban sus concavidades y convexidades de manera súbita, haciendo el trayecto zigzagueante por demás.
La primera zona, más cercana a la base del volcán, era un tanto árida, con sólo algunos arbustos repletos de flores rosadas y violetas que se ven por muchas carreteras sicilianas.
A medida que avanzamos aparecía vegetación más lunga. Hasta llegar a un bosque. Había un árbol a un metro del otro, entre los cuales se colaban rayos de sol en diagonal, dándole al paisaje un aspecto luminoso característicos y un tanto mágico o fantástico.
Llegando más a la cima del volcán, manchones negro azavache se entremezclaban con planchones verdes de flora silvestre. Son los restos de lava volcánica que marcan los senderos por donde alguna vez fluyó ese material tan alucinante como diabólico.
Había puestos ofreciendo artesanías hechas de lava de diferentes tipos según su composición química. Estaba la que tiene mayor concentración de sílice que da una lava grisácea, de aspecto seco, opaco, rocoso, con cráteres. O la lava que toma rápido contacto con el agua y entonces es brillante, de aspecto pulido, parecida a un diamante negro o a una piedra preciosa.
Compré un brazalete y un anillo, uno de cada tipo de lava. “¡Tengo que tener un recuerdo del volcán que más he sentido nombrar en mi vida!” pensé en voz alta. Aunque ahora que lo pienso… quizá la abuela Enna/Etna merezca más que su nieta tener en sus manos restos de la lava del volcán que sus padres tanto extrañaban.
¡Etna è stato bello incontrarvi!